A propósito del año nuevo.

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Cada que empiezan a sonar los campanazos del fin de año, entra por la misma pasarela la necesidad de evaluar cada logro y cada fracaso con una imparcialidad absoluta, a modo de autoflagelación, a fin de concluir cuál ha sido el balance que se quema con el año que termina.

En mi caso, se me ha dado por echar la vista en retrospectiva, no sólo al año que culmina sino a los quién sabe cuántos años más allá, que me han llevado a los lugares y a las personas por las que transito ahora, a veces dulce y a veces saladamente este andar al que hemos llamado ‘2017’, por esa necesidad de darle un nombre a todo.

Me pasa con el año nuevo lo que me pasa con los cumpleaños: al día siguiente la vida sigue siendo exactamente la misma. Quizá uno que otro regalo y alguna resaca le hagan diferencia a un día común, pero finalmente, la misma vida, acompañada de las cosecuencias de las mismas decisiones del pasado.

Es por eso, que me resulta tan importante mirar hacia atrás, pero realmente hacia atrás y no tan sólo hacía estos últimos 365 días. Para así entender por qué ya no escribo y recibo mensajes de año nuevo de las mismas personas, unos sencillamente ya no llegan ni llegarán nunca más; y, sin embargo están estos otros que empiezan a llegar por vez primera. Mirar hacia atrás para entender por qué duele tanto la ausencia del beso de año nuevo del ser amado que se fue corporalmente de mi lado. Voltear la vista y reconocer el daño que he causado a esos que siempre estuvieron y que no supe valorar, o aquellos a quienes no fui capaz de devolver el amor en la misma medida en que me lo entregaron.

Cada nuevo año (entre más viejos peor) cada decisión y su respectiva consecuencia, se siente más pesada que en años pasados. Es lógico, pues con la llegada de una nueva traslación, son más pesadas las cargas y quizá menores las fuerzas.

Fue precisamente un 31 de diciembre hace 4 años, por ejemplo, que tuve que juntar todas las lágrimas que alguna vez haya producido mi cuerpo, recoger los pedacitos de mi corazón que yacían regados al costado, y con todo el dolor humanamente posible de experimentar, decirle adiós para siempre al cuerpo que albergaba el alma de la mujer que hacía el arroz con coco más delicioso de esta galaxia: mi abuela Ana, a quien yo amaba (amo) con toda devoción y admiración.

Han pasado muchas cosas en estos varios años; 3 amores, 3 trabajos, una nueva casa, varias ausencias, la partida de la tía Maritza (otro golpe bajo al corazón). He encontrado la inspiración para escribir mucho de lo que he querido, y el amor propio suficiente para decir los ‘nunca más’ que debía decir hacía mucho tiempo. También me ha ganado la cobardía, he herido desconsideradamente a personas que no lo merecían y el egoísmo de satisfacer mis deseos, me ha llevado a tomar decisiones individualistas y poco sensatas. He perdonado y mejor aún, me he perdonado.

El cúmulo de esas circunstancias y decisiones me llevaron a vivir fuera de casa, a hacer nuevos amigos, a crecer más rápido de lo que alguna vez imaginé; y, debo decir que aunque no cambiaría nada de eso, sí evitaría un par de errores innecesarios que me costaron más de lo que estaba dispuesta a perder.

En resumen, creo que lo más importante de estas festividades, no son las 12 uvas de la medianoche, ni la hoguera quema sueños, ni los interiores amarillos, ni las maletas, ni mucho menos los billetes en los bolsillos. Siento que se trata de hacernos conscientes de que cada vez que decidimos algo, ganamos o perdemos a alguien, estamos edificando un 2018, que nos llevará a un 2019 y determinará muchas cosas del 2020, 2021 y años subsiguientes, porque de eso justamente se trata la vida. Así que basta de mirar los años únicamente como el resultado de nuevos 365 días, porque no es en los días sino en las decisiones tomadas en ese transcurrir, en lo que vale la pena centrar toda nuestra atención, para que a la vuelta de varios 365 días más, no estemos lamentándonos por no haber cumplido nunca los propósitos que año tras año quemamos en la hoguera de la víspera de año nuevo, creyendo que de lo demás se encargaba solito el universo.

En el país del divino niño.

Tomé un taxi en la puerta de mi trabajo, que me condujera en medio del tráfico de las 6.00pm al aéreopuerto Perales en Ibagué. El taxista notó mi acento diferente, como es usual, y desenfundó la pregunta que da origen a la necesidad de escribir esto sobre lo que nunca escribo, en este espacio para mí inmaculado: – ¿Qué hace una costeña en el palacio de la ‘Injusticia’? .

La pregunta me sacó de la atención hasta el momento 100% depositada en mi teléfono celular. -De la Justicia, le corregí tímidamente. -Injusticia, recalcó él ésta vez con un tono más grave, mientras procedía a enlistar una a una las razones por las que hacía tiempo había perdido la confianza en el cuerpo judicial colombiano. Eran muchas, cada una peor y menos controvertible que la anterior. Me contó de cómo había trabajado durante gran parte de su vida para un importante arrocero del departamento del Tolima, siendo despedido sin justa causa mientras gozaba de una incapacidad por enfermedad de origen laboral, razón por la cual con posterioridad demandó al afamado empresario del sector, a quien le bastó entregar un par de millones al juez de conocimiento, para que misteriosamente se extraviaran las pruebas del pleito y de esta forma resultó librado de la indemnización y reintegro a que de sobra tenía derecho. Se abstuvo de apelar la decisión y más bien dejó aquél entuerto en el olvido, porque dicho por él, ‘…en Colombia la Justicia es sólo para los ricos’.

Luego procedió a hacer un recuento suscinto del Top de los últimos escándalos de corrupción en Colombia: Obedrecht, el fiscal anticorrupcion, Ricaurte, Bustos, Malo, Alejandro Lyons, Musa Besaile (…) parecía difícil reducir la lista a sólo diez de los peores, porque ciertamente cualquiera podría ocupar la primera posición. Y sí, El hombre estaba enterado. Luego vino la pregunta obligada : – ¿Usted es funcionaria pública? En ese momento sentí que la luces se volvían color neón y la voz de Paulo Laserna aparecía por entre la radio, para recordar que no me quedaba ninguna ayuda posible y que aquella pregunta definiría si iba o no a perder mi vuelo a Barranquilla.

-Sí. Le contesté , con los ojos entre abiertos, una mano en el equipaje y la otra en la palanca de la puerta del carro. Vino un minuto de silencio. – Está muy jovencita, dijo sin sugerir nada más.

Ese día, con ese taxista, en medio de ese trancón inusual en la pequeña ciudad de Ibagué, me duele admitirlo, sentí por primera vez desde que inicié mi vida laboral, vergüenza y temor por reconocer que soy servidora pública. Más lo primero que lo segundo. Pero también lo segundo. Vergüenza y temor, porque no hay ningún argumento que pueda controvertir una verdad tan incontrovertible: estamos jodidos.

Me duele mi país porque todas las esferas políticas, legislativas y judiciales están contaminadas de esa mancha oscura de corrupción que se expande cada año con más facilidad. Pero lo que más me duele es la desconfianza y desesperanza implantada en el corazón de los nacionales. Parece que nos estuvieran robando, además del bolsillo, los sueños. Me duele mi país porque me resisto a creer que tanta gente buena y correcta que conozco, pueda ser tan fácilmente acallada por el proceder egoísta, ambicioso, oscuro de los que han tomado el poder como el nuevo emprendimiento. Porque tristemente la corrupción en Colombia se ha vuelto eso, un negocio redondo. Entre más se logre desfalcar al estado, mejor, después solo se trata de hacer un preacuerdo con la fiscalia, pagar fiscales, devolver el 1% de los recursos apropiados ilícitamente, pagar 3 años de casa por cárcel, esperar los máximo 6 meses que tarda la gente en olvidar lo ocurrido, o incluso menos si al tiempo aparece la noticia de algún pedófilo que desvíe la atención de los medios, y listo, a gozar la platica se dijo!

Me duele mi país porque sé de primera mano, que somos muchos los servidores públicos que verdaderamente vemos en nuestra función una oportunidad de servicio. Me entristece que esos muchos, aún sin haber recibido nunca un peso de nadie por nada, tengamos que cargar la vergüenza que no cargan los que sí usan sus posiciones para apropiarse de lo que no deben. Pero lo que más me duele, es reconocer la desesperanza en el corazón de aquellos que siempre han creído que sí se puede construir un país diferente.

Parece utópico pensar que algún día podremos vivir en una sociedad libre de estos criminales de cuello blanco que tanto daño le han hecho a nuestros pueblos. Sin embargo, me trago mi indignación como servidora pública y aplaudo como ciudadana que al menos por unos minutos, los principales medios de comunicación muestren la imagen desprestigiada de aquellos que se creían invencibles.

Abrazo esa utopía, porque parafraseando al buen Galeno, si caminamos a ella 2 pasos, parece que se aleja los mismos 2. Y si caminamos a ella 10 pasos, parace que está 10 pasos más lejos. Pero al menos, la Utopía sirve para eso: ¡para caminar!

Ser gordita.

En mi vida he tenido tres complejos importantes: Ser hija única, ser nalgona y ser gordita. Yo les he dicho que cuando estaba pequeña secuestraba a mis primos porque no quería quedarme sola en casa, pero sumado a mi temor por la soledad, estaba mi miedo profundo, escalofriante, estremecedor, a que me dijeran “gorda”, no me gustaba esa palabrita ni de cariño, ni en diminutivo, ni en chiquititivo. Para mi ser gorda, era ser gorda y punto, indistintamente de que le agregaran un “ita” para hacerlo sonar enternecedor.

Esta historia de complejos y temores habrá de sonarle familiar a más de una, porque lastimosamente la fijación frente al peso de la mujer, es un asunto de tiempos inmemoriales que incluso le ha costado la vida a varias miles. En mi caso, por ejemplo, recuerdo con bastante claridad, que el complejo de gordura me impidió disfrutar con libertad mi infancia, así como varios de mis mejores años. Generé un pavor horrible por la palabra ‘playa’ porque siempre que había un paseo familiar a este tipo de lugares, quería quedarme en la habitación del hotel escondiendo mis rollitos de la mirada implacable de turistas e incluso familiares, y sin embargo tenía que salir y enfrentarme con esa cruel realidad. Ir a comprar ropa con mis papás era toda una odisea, porque nada me quedaba, básicamente si una niña de mi edad, en ropa de niñas era talla 6, yo era talla 8 de mujer grande, así que no me podían comprar ropa en los almacenes de cosas bonitas para niñas sino en la ropa de mayores. Situación que irritaba a mi mamá y desesperaba a mi papá cuando nos acompañaba.

En el colegio la escena no mejoraba para nada. Las clases de educación física eran una tortura porque me fatigaba con rapidez y no era capaz de seguir el ritmo de mis demás compañeras de salón. Los ‘Jean day’ eran el día de mayor sufrimiento, mientras todas las demás los adoraban yo quería inventarme diez mil excusas para no tener que ir ese día a clases, pues evidentemente en ropa normal me veía más gorda que en uniforme, y cada momento para mí significaba una exposición al ridículo de niveles estratosféricos.

Pero la cúspide de mi desesperación, era saber que la manera que otros tenían para referirse a mí, era como ‘la gordita’ o ‘la nalgona’, porque sí, la herencia genética de mi familia paterna, son piernas y trasero de grandes dimensiones, de tal suerte que siendo gorda, tenía tres veces más del segundo de esos atributos. ‘La gordita’ y ‘La nalgona’, como si mi esencia de ser humano no fuera más que la acumulación de grasa en el cuerpo.

Gracias a Dios con el paso del tiempo llegó el desarrollo, y con él varios kilos menos, que no han significado que deje de ser gruesa, pues mi contextura natural es serlo y la única vez que he pesado menos de 55 kilos en mi vida, estuve a punto de perder el apellido de mi padre, dado que ya no quedaba rastro de los atributos aquellos que mencioné como herencia insoslayable de la casta de los Ahumada.

Así que dos realidades con las que he tenido que aprender a lidiar, son mi condición de hija única y de mujer ‘grande’, ‘gruesa’, ‘gorda’, o como lo quieran llamar (Ya me da igual). Hoy en día hago ejercicio porque a mi cuerpo, mi salud y mi ánimo les hace exageradamente bien y porque algo que no pienso hacer, es privarme de comer rico y bastante. Ahora desde esta otra perspectiva, recuerdo que cuando me decían gorda en el pasado, sentía como una puñalada que me atravesaba el pecho y me hacía empezar a sudar frío (esto es literal), me sorprendo de cómo dejarse afectar por comentarios de los demás frente a algo tan efímero como el cuerpo, puede desconcentrarnos de lo realmente importante y alterarnos incluso la percepción que tenemos de nosotros mismos.

Cuando aprendí que ser ‘gordo’ o ‘flaco’, es en muchos casos uno de los problemas más insignificantes que hay por resolver en esta vida, dejé a los que me decían ‘gorda’ sufriendo solitos por mi ‘gordura’ (Porque sí que hay que gente que sufre por uno más que uno mismo), esta condición física que se soluciona con un poco de juicio y actividad; y que ya no me hace sentir ni menos ni más. Cuando bajo de peso, sí, me hace feliz, pa’ que les digo que no si sí, pero cuando subo también lo soy, porque significa que he comido más que delicioso y lo mejor es que los que me aman me siguen amando igualito, así que no tengo nada más que pedir.

Y bueno, de un tiempo para acá, si a alguien se le ocurre decirme ‘gorda’, me genera una especie de liberación y profunda satisfacción hacia mi misma, responderle con una sonrisota y un ‘Y FELIZ’, porque en definitiva (Y Gloria a Dios), encuentro más definición de mi ser en mi sonrisa, que en mi porcentaje de grasa corporal.

Del amor y de la amistad.

Ese día pensaba en cómo sería el reencuentro con todas mis amigas de la Universidad de nuevo, pensaba en lo curioso que es cómo la vida cambia y nos empuja a nuevos horizontes, cómo mientras muchas cosas se transforman, algunas otras permanecen siempre iguales y Gloria a Dios en los cielos y en la tierra nunca cambiarán y sentía que si la vida tuviera sound track, probablemente ese día en el que por fin pudimos abrazarnos todas de nuevo, iría acompañado de Los enanitos verdes y su canción ‘amigos’, o alguna de esas que ponen en protagonistas de novela para resaltar el dramatismo de la escena.

Jugamos al amigo dulce, como es costumbre durante el mes de septiembre en nuestras tierras y en el grupo de WhatsApp que en un ataque de creatividad nombramos » FRIENDS», intentábamos ponernos de acuerdo frente a cosas en las que nunca fuimos capaces de ponernos de acuerdo en nuestros 8 años consecutivos planeando cada septiembre esta celebración : Cuota, Lugar, Día, Hora, Amigo secreto, amigo dulce, hijos, novios, esposos (?).

Pero llegó el día y contra todo pronóstico y desacuerdos posibles, ahí estábamos mis amigas de la Universidad y yo, casi dos años después de no vernos las carotas, juntas como el clan que somos, todas – y el novio de luz -, porque no falta la perdida que entiende todo al revés (Jajaja); pero juntas al fin y al cabo. Kenia, la tranquila. Thalía, la champetua. Andrea, la mamá del parche. Thiara, la dramática. Luz, la ternura en pasta. Ángela y yo, las impuntuales. Ahí estábamos y nada había cambiado. Ahí estábamos y el flashback de nuestras historias eran un soplo al corazón que nos hacía reírnos cada vez con más fuerza y menos decoro, ante la mirada fulminante de aquellos que manejaban muy bien la etiqueta en ese restaurante del norte de la ciudad.

Celebrábamos la amistad porque vale la pena decir ¡HURRA!, cuando el reencuentro devela que aunque el tiempo pase, aunque las llamadas escaseen y la cercanía sea cada vez menos frecuente; hay una fuerza misteriosa que hace que ese contar historias, reírnos de las mismas cosas, suspirar por los mismos momentos, implante la sensación de que tan sólo han pasado 10 minutos desde aquellos días, sentadas en el Bloque B de la Universidad, hasta hoy.

Thiara hablaba de no sé qué cosa en los preparativos del cumple de su hija Alana, mientras todas realmente preocupadas le preguntábamos y aconsejábamos. Y así, al tiempo que escribo, suena Bazurto All stars y me recuerda que a Andrea con todo y su decencia, le encanta hablar del movimiento pelvico del negro vocalista del grupo. Y a propósito de todos estos temas tan distintos pero tan íntimos y reales, me doy cuenta que conozco a estas 6 locas tanto como a mi propia manía por el borrador. Hemos sido cómplices y nuestras historias tienen como mínimo común, la lealtad, pero sobre todo el amor: sincero, real y absolutamente incondicional.

Por eso ahora que la vida nos ha permitido reunirnos de nuevo, tras estos dos años que se sienten como si fueran 10 minutos, confirmo que han valido la pena las horas discutiendo por cosas tan irrisorias como un día o una hora. Confirmo que este misterio divino de la amistad, es una de las formas favoritas que tiene Dios para demostrarnos que nos ama, a través del abrazo de aquellos con los que podemos hablar de las cosas más sosas, como si fueran las más trascendentales y sentirnos la negra candela o el presidente de los Estados Unidos de América.

Ojos color aguacate.

A mi toda la vida me ha gustado el aguacate. Creo que mi cuerpo está sobrado de grasa buena, ácido folico y vitamina E, porque soy capaz de comerme un aguacate entero yo solita, en el desayuno, en el almuerzo, en la cena o a la hora que sea.

En camino de trabajo a casa, le compro a Doña Martina la provisión de aguacate de todos los días. Recuerdo que la primera vez que la vi, me impactaron sus ojos verdes que hacían juego con los aguacates que cuidadosamente se encontraban acomodados en forma de pirámide en el carruaje que utiliza para transportarlos. -Me da uno de dos mil bien bonito para hoy mismo, me hace el favor, le digo mientras ella rápidamente ubica uno grande en los de cuatro mil, y me responde – Este era el que le estaba guardando, hija.

Otro día doña Martina se demora un poco más en ubicarme el aguacate que – por ella dicho- me estaba guardando, y entonces le da tiempo de contarme que tiene 6 hijos, 5 de los cuales se dedican al negocio de vender aguacates en las calles de la ciudad. También le da tiempo de voltear y ubicar en la acera de enfrente, a Joaquin, el mayor de sus hijos, mientras lo hace cruzar la carretera para decirle que siempre que ella no esté, por favor me trate bien y me venda los aguacates grandes y bonitos.

Joaquin tiene el mismo color de ojos de su mamá Martina, un verde nítido, tan solo disminuido por ligeras rasgaduras amarillas que en ellos se dibujan. Su piel es canela, pero no por genética, sino como consecuencia del trabajo con el que honrosamente se gana la vida; y, aunque sus manos no puedo recordarlas con precisión, sé que tocaron la cabeza de su mamá para decirle – quédese tranquila vieja.

Otro día doña Martina está acompañada por Andrea, su nieta de 14 años que ‘-…Ya es una señorita, y como está de vacaciones me la traigo para que ninguno de los vagos esos del barrio me le eche el ojo’. Andrea es la hija de Joaquin y como buena descendiente de la casta de su abuela, heredó los ojos verdes aquellos que tanta impresión me han causado. Tiene una sonrisa más bien tímida, y el acné rosado propio de la edad que no representa.

Al día siguiente, voy caminando a casa después de una mañana bastante ajetreada, pensando en muchas cosas que nada tienen que ver con el almuerzo que necesariamente debo consumir; y mientras atravieso la calle, es el llamado de Doña Martina el que me saca de mi evidente desatención, pues con un ‘-Aquí le tengo el suyo hijita’, me recuerda que no llevo la provisión correspondiente del día.

Cuando volteo, me atraviesan las miradas sonrientes de tres hermosos pares de ojos verdes, y es justo en ese momento, cuando me doy cuenta el bien que -sin ella sospecharlo-, me hacen a diario los aguacates de Doña Martina.

Sr. Ego 2.0

El tema con las redes sociales es complejo, unos son criticados porque viven en función de ellas, sintiéndose angustiosamente identificados con el número de likes que reciben en sus fotos y publicaciones, otros son catalogados de ‘losers’ porque reciben un solo dígito de ‘me gusta’ pero se creen celebridades, otros tantos son desaprobados porque llenan de hashtgas sus mensajes, difunden sus boletos de conciertos y viajes, o porque se ejercitan sólo para propagar su imagen transpirando y en ropa ceñida.

Para empezar, conviene precisar que hoy en día, un ‘me gusta’ no es sólo un llano y simple corazón teñido de rojo escarlata. Es cierto que los likes promueven el sentimiento de aprobación y que se han convertido en casi una obsesión para personas que consideran que su nivel de influencia, se ve únicamente determinado por el número de gente que resalta el corazoncito aquél, cada vez que publican algo nuevo. Sin embargo, también hay quienes se abstienen de hacerle saber a sus seguidores que algo les gusta, aunque les guste, por simple y físico: o r g u ll o.

Todos conocemos a alguien, o incluso podemos ser ese alguien, que cree que su like vale más que el like del resto de la humanidad, y entonces se niega a hundir el corazoncito, porque no quiere hacer sentir al otro importante, porque no quiere contribuir a que su sentimiento de aprobación – el del otro- aumente, porque no quiere hacerlo ‘popular’, etc.

Yo puedo entender perfectamente si uno no le da like a alguien cuando algo de verdad no le gusta, o cuando se trata del ex, de la novia del ex, del amigo del ex, o cualquier cosa del ex; pero no dar like únicamente para no hacer sentir al otro especial, a mi juicio, constituye una victoria del ego incluso superior a la de quienes le dan absoluta importancia a ese temita del número de ‘me gusta’.

Y es que, si sacamos esta actitud egocéntrica del plano cibernético, es fácil entender por qué a algunas personas les resulta tan difícil hacerle saber al otro si algo de su forma de ser o verse les resulta llamativo. Porque seamos francos, el comportamiento en redes sociales, es apenas una muestra pequeña de la forma en que llevamos nuestra vida en tiempo real: Hay quienes dan amor sólo si lo reciben y hay quienes únicamente se permiten hacer sentir al otro especial, si antes han recibido una especie de contraprestacion representada, en este caso, en un corazoncito rojo. Y así, tal como funciona en la vida real, se crean convenios silenciosos en los que, para que el otro gane, necesariamente debo ganar yo primero.

Esa pequeña forma de dar amor, dando likes sólo porque simple y sencillamente algo me gusta y quiero que el otro sepa que es especial, se practica lo grande que significa lograr que en tiempo real, solo porque me nace y no necesito haber ganado algo primero, le diga a una mujer, un hombre, un niño, un abuelo en la calle, que tiene unos ojos bonitos o un cabello espectacular, que me gusta su camisa o sus zapatos, que su sonrisa me hace sonreír, o cualquier cosa que siemplemente me provoque decir.

Reconocerle al otro eso que sabemos que lo hace especial y hacérselo saber porque sí, porque nos nace, porque es más importante dar amor que cualquier otra cosa, porque no necesitamos haber ganado algo primero, es en definitiva, aprender a lidiar con el señor ego, y no permitirle que sea él, el que nos lidie a nosotros.

PD: De chévere, a esto, denle amor y compartan.

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Carta al hijo que todavía no tengo.

Te confieso, me asusta, me angustia, me inquieta pensar en que algún día vas a llegar. No sé por qué tengo estas ganas de escribirte a ti que aún no existes y que ni siquiera sé si vas a existir, pero lo hago ahora que tengo el tiempo y el deseo, especialmente eso – el deseo- porque no sé tampoco si después vaya a permanecer.

Me asusta, me angustia, me inquieta, saber de dónde vas a venir, quién será ese escogido para ser tu padre, si vas a ser blanco como la abuela Ana o negrito pelo liso como mi papá. Me asusta pensar en esa decisión, la de ser madre en medio de estas futuras generaciones, me angustia pensar en los dolores de cabeza que le he ocasionado a la mía y en cómo me vas a demostrar lo cierto de eso que siempre me decían a modo de sentencia: ‘Hija eres, madre serás’, me inquieta reconocer que a veces prefiero decir a viva voz que defiendo a las mujeres que no sueñan con ser madres, porque lo cierto es que tampoco ha sido esa una de mis prioridades.

Me asusta pensar en ti, en lo costoso que es en este siglo traer vidas al mundo, me angustia pensar en que nunca vaya a encontrar esas ‘garantías’ que la gente hoy considera deben existir, para estar en la capacidad mínima de solventar tus necesidades básicas, me inquieta advertir cuánto vas a hacer que cambie mi vida, mi cuerpo, mis sueños.

Me asusta pensar en que eventualmente llegues, crezcas en mis entrañas y me retes a ser y hacer por ti todo lo que mi admirada mamá ha hecho por mi, porque nunca he reconocido tener precisamente esa capacidad de hacer que todo pase cuando tiene que pasar, la habilidad para supervisar tus comidas, tus horarios, tu temperatura, tu respiración. Me angustia reconocerme ilusionada por conocer tus ojos y la forma en la que tu mirada me puede enseñar el manual que nadie nunca tendrá frente a ese rol. Me inquieta enfrentarme a los consejos y opiniones de las mil mujeres que ya han pasado por todos estos miedos y angustias antes, y así saberme juzgada, vigilada.

Y sin embargo, te escribo, porque aunque me asuste, me angustie y me inquiete, hay una parte de mi que quiere conocerte y saberte tan mío como de mis genes serías. Hay una parte de mí que dice, ‘eso no va conmigo’ y hay otra parte a la que le salta el corazón al pensar que puedo transmitirte todo el amor que por fortuna me ha acompañado desde mi concepción. Te escribo porque quiero que sepas algún día cuando existas, si es que vas a existir, que tu vida significa, además de la voluntad de alguien superior, la victoria de una batalla librada en mi interior, allí donde tu mismo habrás de formarte, con todos los temores que implica ser madre, que pocos no son y que de entrada te hacen victorioso.

Te escribo porque casarse en estos tiempos, no significa tener la intención de traer vidas al mundo, y cada vez más parejas deciden pasar su vida juntos pero no concebir extensiones de su ser, decisión que además de irreprochable, implica a mi juicio, un nivel de valentía por demás similar al de la concepción propiamente dicha, pero tú, le habrás ganado a eso y más.

Y sin embargo, de repente y sin razón aparente, se me ha dado por escribirte y compartirte que si es que has de llegar, quiero estar dispuesta para estrenarme contigo, la parte del corazón que -según dicen- se quedan sin estrenar, aquellos que deciden no tener hijos.

De las despedidas.

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Recuerdo bien que la primera vez que pisé un aéreopuerto, podría tener unos seis años — quizá menos-, mi mamá se iba en un viaje de trabajo hacia la ciudad de Cali, así que mi papá y yo cumpliamos con nuestra tarea de llevarla a tomar su vuelo, con la ilusión de despedirnos de la cantaleta por las próximas 72 horas (Te amo ma😙), yo miraba a mi alrededor y todos parecían ser personas muy importantes, con sus chaqueticas de cuero negro y sus portafolios de ejecutivos exitosos.

En la entrada a las salas de abordaje podía ver lágrimas, abrazos, más lágrimas y más abrazos y no entendía por qué la gente lloraba tanto, sobre todo los que partían, especialmente teniendo en cuenta que me parecía una oportunidad maravillosa volar los cielos a bordo de un aparatico de metales de colores, que de tenerla me embargaría de felicidad y no de tristeza.

Era por aquéllas épocas demasiado pequeña para entender el significado de las despedidas, pero curiosamente la revelación me llegó más bien de manera anticipada, cuando transcurridas las primeras 8 horas desde el viaje de mi mamá, ninguna noticia llegaba sobre su aterrizaje y tras llamar insistentemente a su celular – uno de los primeros Samsung de la historia – contestaba la operadora y anunciaba que la llamada estaba siendo transferida al buzón de mensajes.

Fueron horas de angustia, yo urgaba y rogaba para que en las noticias nada dijeran sobre lo que me imaginaba había sido la tragedia del avión que transportaba a mi mamá, las lágrimas no paraban, hasta que finalmente una llamada de ella, reveló que había dejado el cargador de su celular olvidado en casa y que todo estaba bajo control.

Ese día entendí el significado de las lágrimas y los abrazos en las salas de abordaje de los aeropuertos, es la incertidumbre del regreso, es el sinsabor de decirle adiós al ser amado que se queda o al ser amado que se va y saber que la vida se comprende de caminos que se cruzan, se alejan y se vuelven a cruzar quién sabe cuándo.

Completo ya varios meses viviendo fuera de casa por vez primera, fuera, en una ciudad lejana donde son más bien contadas las personas con las que me relaciono, así que cuando vuelvo a casa, me ataca esa sensación divina de estar en el lugar al que pertenezco, pero cuando piso de nuevo esa sala de abordaje en la que debo decirle adiós a los míos, vuelven a mi mente las lágrimas, abrazos, más lágrimas y más abrazos que de pequeña no entendía, y entonces volar los cielos en un aparatico de metales de colores no es tan divertido, aunque me pongan a escuchar el concierto de Carlos vives y sus amigos en el trayecto y me regalen café con instacream.

Me gusta pensar que cada despedida anuncia la alegría del reencuentro, me ilusiona hacer planes y contar los días que faltan para volver, una dinámica agridulce que se alimenta en la distancia del recuerdo del abrazo de mi mamá cuando nos volvemos a ver, y de las frases épicas de mi papá cuando nos despedimos, como esta con la que me salió en mi última escena: Yo: -No quiero volver a la realidad pa. Él: Ya está bueno. La vida no puede ser na’ más el vacile.

Mientras tanto agradezco tener desde ya el conteo regresivo para mi próxima visita en el calendario, porque yo sí prefiero que la vida sea na’ más el vacile.

No pasa nada.

No pocas veces en la vida, he atravesado por situaciones que ponen en jaque todo lo que alguna vez he considerado seguro. El día que diagnosticaron el cáncer de mi tía Maritza, lo recuerdo bien, tras la noticia yo debía transportarme de un lugar a otro en un vehículo de transporte masivo, sentía que las cosas a mi alrededor se movían lento, como en las películas. Sentía que todo dentro de mi se quebraba y con las lágrimas contenidas en las ojos me forzaba a no romper en llanto por no perturbar a los demás y quitarme la máscara de ‘estoy bien, no pasa nada’ con la que todos andamos por la vida.

Entonces, curiosamente, me atacó esa pregunta circunstancial… Cuántas personas en este lugar, igual que yo, estarán pretendiendo estar bien cuando, en realidad, por dentro, sienten que mueren. Miraba las caras de mis compañeros de camino y me lamentaba por las veces que había tachado a alguien de amargado por no contestar los buenos días, por mantener su ceño fruncido todo el tiempo, o por no aplaudir cuando algún cantante en el bus lo sugería. Me lamentaba así por todas las veces que había dado las cosas por sentadas, que había creído ciegamente en mis impresiones, sin suponer siquiera que ese ser humano delante de mí, tenía sus propias preocupaciones y problemas. Que en ese momento en el que no respondió mis buenos días, podía estar pensando en su hijo enfermo o en su empleo recién perdido, que en ese instante en el que no aplaudió, podía estar cargando en su corazón el luto de un ser amado fallecido, o que en esa ocasión, su ceño fruncido, podía esconder el mismo desaliento que en mis ojos escondían las lágrimas que me forzaba a no dejar correr.

Cuántas veces. Cuántas personas. Cuánto juzgar sin saber, sin conocer nada. Cuánto pensar que la vida es sólo lo que me pasa a mí. Cuánto creer que somos diferentes del otro en todo, sólo porque no somos del mismo color, de la misma estatura o porque no nos duelen las mismas cosas.

Porque sí, los seres humanos tenemos una capacidad muy desarrollada para identificar en el otro, a simple vista, todo lo que nos distingue. Desde que vivo en una ciudad diferente a la mía, por ejemplo, con frecuencia me pasa que aún antes de pronunciar una palabra, las personas saben que soy, por llamarlo de alguna manera: forastera. Me pasa que contesto una llamada en el ascensor y todos interrumpen aquello que parecía muy divertido en sus teléfonos, para posar la vista en la que habló como costeña o como venezolana (osea yo), a fin de ponerle una cara a la ‘diferente’.

Pero después de todo, acaso pensar en que tenemos la misma capacidad de sentir, no debería ser motivo suficiente para unirnos en lugar de separarnos? Estoy segura que no soy la única que alguna vez ha caminado calles sin sentir que el cuerpo le pertenece, porque en la adversidad y también en la felicidad, el corazón humano siente igual de intenso, y no hay lugar a diferencia de ninguna índole.

Quiero pensar que hacer el ejercicio de mirar por encima de los gestos del otro, por encima de su color y tantas otras cosas, pueda algún día hacernos sentir tan iguales, tan iguales, como por defecto somos.

Mi amiga Juliana**

A estas alturas probablemente ya estemos todos saturados de anuncios y lemas motivacionales que promueven la idea de que todo en la vida del ser humano se reduce a un tema netamente mental y por tanto: el que cree, crea. Pues, les digo: Nada más cierto. 
He vivido fascinada por mucho tiempo con el poder de la mente, sin embargo, no fue sino hasta hace poco, que percibí con mis propios ojos, en el ejemplo de una mujer a la que adoro y con el permiso de quien escribo estas letras, que en definitiva todo en la vida se reduce a convicciones.

La historia es como sigue: Desde el día que conocí a Juliana percibí que era una mujer extrovertida y amigable, pero con serios problemas de autoestima, perseguía el amor de un fulano que no retribuía con la misma intensidad su entrega y por quién rodaron lágrimas amargas que se borraban tras los días con besos y promesas rotas. ¿Les suena familiar la escena?

En la soledad de su intimidad, Juliana no era la mujer extrovertida que muchos conocían, cargaba el peso de no aceptarse ni admirarse, seguía al lado de un hombre que no valoraba su amor, porque ni siquiera ella misma era capaz de hacerlo. Siempre pensé que Juliana no tomaba de una vez por todas la decisión de acabar con eso, porque pensaba -muy equivocadamente- que ningún otro hombre iba a ‘quererla’ y ‘aceptarla’ como ese.

Tras muchos ires y venires, tomé esa decisión que solemos tomar las amigas cuando conocemos la historia repetida y nos cansamos de dar consejos en falso: no decirle más ná’. Y así fue, literal.

Con el tiempo la vida empezó a cambiar para todos, y para Juliana, en especial, de repente empezó a crecer en ella un amor por ella que ni ella misma se creía, empezó a verse al espejo y sentirse linda e insuperable. De repente su cabello le parecía hermoso y su cuerpo tenía la curvatura perfecta. De repente le empezó a parecer que Dios le dio el tamaño ideal a sus pechos y a su cola, empezó a dejar de darse tanto látigo por los gorditos y le pareció que era chevere no ser tan alta porque podía usar sus tacones favoritos. 

Y Así, el reflejo de Juliana empezó a cambiar para Juliana y lo más increíble, para todos los que conocían a Juliana. Todos son todos. Incluso para el fulano del principio de este relato. Ahora nadie para de admirarla, y lo cierto es que no le metió ni un centímetro de cirugía a su cuerpo, y que lo único que cambió fue su propia percepción de sí misma. Desde aquél entonces, todos se preguntan qué pasó con la antigua Juliana, sin extrañarla, porque por supuesto preferimos a la de hora, menos el fulano aquél a quien por fin le terminaron de una vez y para siempre (🙏).

Juliana, mi amiga, la de ahora, sigue conservando esa espontaneidad del principio, pero ahora es absolutamente verdadera y se nota porque hay en ella una luminosidad que en palabras no puedo captar, se ríe y uno sabe que lo hace con toda la sinceridad y desde las entrañas, se da el lujo de despreciar invitaciones y se acuerda con cierto gozo de esos momentos en los que pensaba que el mundo se acababa si terminaba con el fulanito aquél, se siente bella (lo es de sobra por donde se le mire), pero además sé que todos lo perciben,  porque los que saben de nuestra cercanía me preguntan con cierto asombro qué le pasó, y yo sólo atino a decir, que la verdad no sé, porque es la verdad, no lo sé, pero lo que sea que haya sido, ojalá sea contagioso y le pase a más de un@.

Me aventuro a creer que Juliana adoptó para sí una convicción que transformó todo, creyó y creó la mujer que se merecía ser y entonces sacó de su vida todo lo que le robaba la luz de la que siempre fue dueña y una de las más importantes es, por supuesto, la pareja, porque en definitiva, compartir la vida con alguien en cualquiera de sus facetas, requiere un consumo energético tan grande que cuando no regresa para cargarnos sino para descargarnos, se materializa en cosas tan pequeñas como una uña rota o tan grandes como una mirada apagada.

Estoy feliz por Juliana y ella lo sabe, así que le doy las gracias por hacerme ver con mis propios ojitos, el poder inmenso de la mejor decisión que un ser humano puede tomar en su vida: Amarse, respetarse y admirarse. Y obvio, no faltaba más, sacar de taquito a todo el que resta en lugar de sumar. 

**Los nombres son ficción. 😌

Ms. Madeline.