No pasa nada.

No pocas veces en la vida, he atravesado por situaciones que ponen en jaque todo lo que alguna vez he considerado seguro. El día que diagnosticaron el cáncer de mi tía Maritza, lo recuerdo bien, tras la noticia yo debía transportarme de un lugar a otro en un vehículo de transporte masivo, sentía que las cosas a mi alrededor se movían lento, como en las películas. Sentía que todo dentro de mi se quebraba y con las lágrimas contenidas en las ojos me forzaba a no romper en llanto por no perturbar a los demás y quitarme la máscara de ‘estoy bien, no pasa nada’ con la que todos andamos por la vida.

Entonces, curiosamente, me atacó esa pregunta circunstancial… Cuántas personas en este lugar, igual que yo, estarán pretendiendo estar bien cuando, en realidad, por dentro, sienten que mueren. Miraba las caras de mis compañeros de camino y me lamentaba por las veces que había tachado a alguien de amargado por no contestar los buenos días, por mantener su ceño fruncido todo el tiempo, o por no aplaudir cuando algún cantante en el bus lo sugería. Me lamentaba así por todas las veces que había dado las cosas por sentadas, que había creído ciegamente en mis impresiones, sin suponer siquiera que ese ser humano delante de mí, tenía sus propias preocupaciones y problemas. Que en ese momento en el que no respondió mis buenos días, podía estar pensando en su hijo enfermo o en su empleo recién perdido, que en ese instante en el que no aplaudió, podía estar cargando en su corazón el luto de un ser amado fallecido, o que en esa ocasión, su ceño fruncido, podía esconder el mismo desaliento que en mis ojos escondían las lágrimas que me forzaba a no dejar correr.

Cuántas veces. Cuántas personas. Cuánto juzgar sin saber, sin conocer nada. Cuánto pensar que la vida es sólo lo que me pasa a mí. Cuánto creer que somos diferentes del otro en todo, sólo porque no somos del mismo color, de la misma estatura o porque no nos duelen las mismas cosas.

Porque sí, los seres humanos tenemos una capacidad muy desarrollada para identificar en el otro, a simple vista, todo lo que nos distingue. Desde que vivo en una ciudad diferente a la mía, por ejemplo, con frecuencia me pasa que aún antes de pronunciar una palabra, las personas saben que soy, por llamarlo de alguna manera: forastera. Me pasa que contesto una llamada en el ascensor y todos interrumpen aquello que parecía muy divertido en sus teléfonos, para posar la vista en la que habló como costeña o como venezolana (osea yo), a fin de ponerle una cara a la ‘diferente’.

Pero después de todo, acaso pensar en que tenemos la misma capacidad de sentir, no debería ser motivo suficiente para unirnos en lugar de separarnos? Estoy segura que no soy la única que alguna vez ha caminado calles sin sentir que el cuerpo le pertenece, porque en la adversidad y también en la felicidad, el corazón humano siente igual de intenso, y no hay lugar a diferencia de ninguna índole.

Quiero pensar que hacer el ejercicio de mirar por encima de los gestos del otro, por encima de su color y tantas otras cosas, pueda algún día hacernos sentir tan iguales, tan iguales, como por defecto somos.

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